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GÉNERO

Instinto fallido

Un relato en primera persona que desteje múltiples violencias estructurales.

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Por Sofía Escudero* // Foto: Cristina Sille

Menos de un año tenía mi primogénito cuando volví a embarazarme de otro incapacitado afectivo. Dieciocho años, yo, y todavía presentes los abusos anteriores. 

Nos habíamos exiliado en un país vecino con mi madre y mis cuatro hermanas menores. Mi madre pronto se fue a trabajar lejos, no me dijo dónde, y me dejó al cuidado de esa manada de gurisas más mi propio hijo, en ese lugar desconocido, con todo el desamparo que se es capaz de soportar. No la culpo. Yo también me hubiera ido de haber tenido los medios.

Seis meses de embarazo. Me las ingenié para ocultarlo. No tenía que esforzarme demasiado. Me hacía invisible. Artilugio que aprendí a la perfección y que me salvó de otros sinsabores. Para todo el mundo era invisible. 

No tenía ningún control médico. No sabía si era varón o mujer. Si tenía una o dos cabezas. No sabía ni siquiera qué iba a hacer con esa criatura. Lo cierto es que crecía dentro mío tan rápido como crecía el desamor que secaba los potus y opacaba cualquier cosa que brillara.

Todavía me pregunto cómo hacen las mujeres bien para planear sus maternidades tan románticas que duelen. Con sus baby showers de colores pasteles. Sus ajuares con mantillas tejidas por alguna bisabuela. Dando a luz en piletones de aguas cristalinas o en clínicas pulcras y relucientes mientras nosotras, las malas madres que cargamos con el estigma de embarazamos, para enganchar a alguien o cobrar alguna miseria del Estado. Nosotras con suerte llegamos a un hospital. Cuando no, parimos en nuestras casas en condiciones insalubres, apenas acompañadas por comadres del barrio que lo único que ganan es la honra de traer a nuestras hijas e hijos a este mundo amargo.

Una noche de esas muy heladas, subí por las escaleras un radiador para aplacar las bajas temperaturas. No me pareció que pesara tanto. Estaba acostumbrada a cargar peso con mis escuálidos cuarenta y cinco kilos. Me acosté con un dolor agudo en el vientre. 

En otra cama al lado de la mía, mi hijo dormía profundamente. A veces lo muevo para asegurarme de que respira.

“Duérmete niño. Duérmete ya. Que viene el lobo y te comerá…”

—Qué lindo es tu bebe. Parece porcelana su piel —me dijo una mujer con la que compartí habitación en la maternidad donde nacieron nuestros hijos el invierno pasado. Ella hacía dos días que estaba en trabajo de parto. Buscando concebir a la nena, dio a luz a seis varones. Uno más y sería apadrinado por el presidente de turno.

Es cierto. Era un bebe precioso el mío. Tenía pestañas largas e infinitas. Piel de porcelana. No como yo, que de chiquita mi tío me decía morci. Por morcilla. Mi papá, en cambio, las veces que cruzamos palabra me decía:

—No sos negra, ojitos tristes. Sos color aceituna. Como las diosas griegas.

Mi bebé nacido y criado tenía el pelo renegrido. Eso sí que lo había heredado de mí, como los ojos almendrados. 

Hacía un frío que calaba los huesos. Me acosté vestida. Antes había improvisado una especie de bolsa de agua caliente con una botella de plástico para calentar la cama que de tan fría parecía mojada. Ese recurso de la botella me lo enseñó la esposa del amante de mi madre.

Logré dormir un rato a pesar del dolor que se hacía cada minuto más intenso. No sabía qué me pasaba. La panza se contrajo y endureció. Me levanté. Apenas logré mantenerme en pie. Así como estaba vestida, me calcé como pude y bajé. Di unas vueltas a tientas por el comedor solitario. La panza dura se había encajado entre mis caderas. Me asusté mucho. Salí disparando con lo puesto. Sin documentos, sin nada. Un colectivo, que en ese país hermano, son como taxis compartidos, me llevó al hospital zonal. No quiso cobrarme el viaje. Sólo me miró por el espejo retrovisor con ojos lastimosos.

Entré a ese lugar. En medio de la noche. Sola con mi panza, agarrándola con las dos manos para que no rodara por los pasillos de esa maternidad y me retaran por eso.

—¿Qué te pasó, mami? —me dijo una enfermera mirándome de arriba abajo.

Mami, pensé yo. Nunca más añoré tanto la compañía de mi madre como esa noche.

—Me duele la panza —atiné a decir.

La enfermera, que no me preguntó cómo me llamaba, me pidió con voz aniñada que me recueste en una camilla. Me hablaba como si yo fuese tarada. En ese hospital hacía tanto frío como afuera.

—A ver mami, te voy a revisar un poquito, quedate tranquilita que no te va a pasar nada, ¿sabés? —me decía mientras me levantaba el suéter que usaba como pijama.

Al notar la piedra que portaba como panza, me pidió que me bajara el pantalón que también usaba como pijama.

Me revisó el cuello del útero y vi en su cara una mueca de espanto. 

—¿Por qué no viniste antes? —me preguntó la enfermera frunciendo el entrecejo —A propósito lo hiciste, ¿no? —siguió, levantando la voz para hacer notar que me estaba juzgando sin ningún reparo.

—Enseguida vuelvo —balbuceó y se fue corriendo. Ella también me dejó sola con mi vergüenza a cuestas. 

Qué frío hace, pensaba al tiritar en ese pasillo tan lúgubre como ese embarazo. 

Al rato la enfermera volvió con un hombre vestido con un ambo azul oscuro, y otra camilla pero con rueditas. 

—Pasate acá, mami —me pidieron al unísono el hombre de ambo azul y la enfermera. Me pasé desnuda de la cintura para abajo a esa otra camilla. 

Me trasladaron a lo que supongo era una sala de parto. Me depositaron ahí. Me dejaron un largo rato. De repente el hombre de ambo azul me dijo: 

—¿Pasaste por esto antes?

Yo no entendí a qué se refería. Si al abandono sistemático o a los dolores de parto, pero ante la duda dije que sí. Así con la deshonra al aire, el hombre de ambo azul me levantó las piernas con la intención de atarlas a los costados de la camilla de parto. Yo le pedí con calma que no lo hiciera. Que no iba a ser necesario. Que iba a portarme bien. Que solo necesitaba que levantara la parte de arriba para pujar mejor. El hombre en un acto piadoso levantó la camilla y acomodó mi mano para que me agarrara si lo necesitaba. Yo me agarré.

La enfermera regresó. Mientras hablaba con el hombre de ambo azul, se colocó un guante en la mano derecha y me inspeccionó la vagina; con la mano izquierda me empujó hacia abajo la panza. Me dolía. Los huesos de mis caderas rechinaban queriéndose abrir. Respiré largo y profundo para liberar el dolor. 

Ay Diosito, ¿por qué tengo que pagar con dolor la capacidad de gestar? Recé a ese Dios en el que no confiaba pero era al único que podía aferrarme. 

La enfermera se retiró una vez más, molesta por no poder terminar su jornada laboral. Me quedé con el hombre de ambo azul entre mis piernas listo para recibir lo que sea. De un momento a otro, hice fuerza y asomó una cabeza. Los ojos se le iluminaron al hombre de ambo azul y me miró consternado al ver ese acontecimiento maravilloso. El milagro de la vida. 

Pujé otra vez con fuerza para terminar con ese embarazo no deseado. Salió resbalando. El hombre recibió esa alma inocente con la emoción que se merecen quienes vienen al mundo por primera vez, y lo llevó a otra sala. No me mostró a mi hijo recién parido ni yo pedí verlo. No dije nada. No emití sentimiento alguno. 

Anestesiada por la soledad a la que me veía confinada y que aceptaba merecer por ser una desalmada que no lloraba ante semejante pérdida, esperé en silencio. Por el interior de mi cuerpo sentí deslizarse la placenta y la expulsé sin querer. 

Vi pasar a una enfermera y la llamé. Ella se sorprendió al verme con las piernas abiertas sin nadie alrededor.

—¿Qué necesitás, mami? —me preguntó mirando para todos lados. 

—Tengo frío —le dije.

La mujer siguió su camino sin decirme nada. Me pregunté si me habría escuchado. El movimiento de gente aumentó, imaginé que debería ser la mañana. Sin dirigirme ni una palabra, la enfermera apurada me tapó con una frazada. Detrás de ella vino el hombre de ambo azul. Traía un semblante raro. 

Se me acercó a la cara. Me acarició la frente y me dijo:

—Tu guagua murió. Vivió una hora y media. Era un varón. 

Cuando comenzó a describirlo, dejé de escucharlo. Solo veía sus labios moverse. Me acariciaba la frente. Ese gesto de humanidad me colmó entera y lloré. 

Lloré por primera vez. 

Lloré de alivio. Lloré de culpa. Lloré de pena. 

Lloré por mi hijo nacido de pestañas infinitas que había dejado durmiendo. Lloré por su hermano que no supe evitar ni abortar ni abrazar. Lloré por mi mamá. Lloré por mí.

Desde esa época tengo un llanto fácil. Una especie de castigo que asumo enteramente sin quejarme. Hago carne mi destino y desde entonces aprovecho cada ocasión que tengo para llorar. Rindo tributo con esas lágrimas.

Lloro. Lloro sin saber explicar por qué.

 

* Comunicadora con conciencia de clase. Adentrándome en la escritura para derribar estigmas sociales y culturales. Estudiante de periodismo en la UNDAV. @sofia__yoland4

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GÉNERO

Sin filtro: las redes provocan daños en la autoestima de las mujeres

Algunos aspectos del problema, en uno de los países con mayor índice de trastornos alimentarios del mundo.

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Por Florencia Ferreiro*

Se seca el pelo y se peina, posa para la foto que ella misma toma y luego scrollea para ver qué filtro resalta el color de sus ojos y le broncea los pómulos. De forma inmediata, envía un mensaje de Whatsapp a su mejor amiga para que opine cuál de todas las selfies que sacó es la seleccionada para subir a sus historias de Instagram. 

“Uso filtros porque me gusta cómo quedan en mi cara y quiero que me vean así las personas que me siguen. Me veo más linda”, dice Melina, una joven porteña de 21 años. Se define como una persona sencilla. Casi nunca usa maquillaje, y es la clase de persona que cuando entra a su casa se pone el pijama, no importa si son las dos de la tarde o a las diez de la noche. Sin embargo, cuando usa Instagram, elige mostrarse de una forma diferente a como es en la vida real. “Si empiezo a hablar con un pibe, obviamente voy a sacarme fotos con filtros para que me vea mejor», cuenta entre risas. No siente vergüenza al decirlo porque en su grupo de amigas todas lo hacen. 

Los filtros son efectos que pueden añadirse a las fotos o videos y que cambian o modifican ciertos aspectos visuales. En principio solo se utilizaba este concepto para los cambios de colores de las imágenes, pero con el avance tecnológico, surgieron aplicaciones que contienen herramientas hiper realistas donde las modificaciones del cuerpo humano son posibles tanto en fotos como en videos en vivo. Es decir, es posible achicar la nariz, bajar la porosidad de la piel, agrandarse los labios, entre otras cosas para conseguir la versión «perfeccionada» de uno mismo.

Tania Borda, psicóloga, investigadora y escritora de Trastorno Obsesivo Compulsivo, define en su libro al Trastorno Dismórfico Corporal (TDC) como un trastorno de la imagen corporal, caracterizado por una excesiva preocupación por un defecto en el cuerpo que puede ser imaginario o muy trivial como para ser detectado por otra persona, causándole a quienes lo padecen, deterioro físico, psíquico y/o social. 

“Cuando me alejo de las redes sociales me puedo llegar a olvidar del tema, pero después de estar en redes es cuando más fea me siento”, dice “H”, una mujer de 42 años que padece TDC desde el año 2011. No quiere revelar su identidad públicamente, pero sí desea hablar de su enfermedad. Cuenta que se ha sometido a tratamientos estéticos, y que los estereotipos de belleza influyen en su autopercepción. “Al no sentirme a la altura del aspecto físico de otras mujeres me siento incómoda conmigo misma”, relata. 

“Estamos todo el tiempo buscando la aprobación en las redes para recién ahí sentirnos más seguros”, dice Luciana, una chica de 24 años que decidió hacerse una cirugía estética porque no se sentía cómoda con su nariz. “Sé que si no tuviera ninguna inseguridad y la autoestima perfecta, no habría nada que quisiera cambiar de mí y no tendría necesidad de hacerlo quirúrgicamente”, agrega. 

Una de las consecuencias que genera tener un TDC es la realización de cirugías e intervenciones estéticas. La Academia Estadounidense de Cirugía Facial Plástica y Reconstructiva (AAFPRS) afirma, en un estudio publicado en 2017, que el 55% de los cirujanos plásticos faciales informaron haber visto pacientes que querían mejorar su aspecto en selfies.

Para Andrea Barovero, licenciada en Psicología y especialista en Terapia Cognitivo Conductual (TCC), las redes sociales aparecen como un ambiente propicio para corregir lo que no nos gusta de nosotrxs mismxs y mostrarnos de una forma ideal y no real. Además, indica que el uso de filtros aleja a las personas de su imagen verdadera y simula una perfección que puede ser negativa para la autoestima. “No está comprobado que un filtro provoque un trastorno, pero sí refuerza sentimientos negativos una vez que nos miramos al espejo y vemos la realidad”, afirma la psicóloga. 

Una de las actividades más frecuentes en el universo digital consiste en seguir a influencers, personas que tienen la capacidad de atraer a determinados públicos y son admirados por sus comunidades. Melina asegura que ser influencer es anhelado por muchas chicas de su edad y considera que hay que cumplir cierto estereotipo para parecerse a ellos. “Una forma de hacerlo es usar los filtros que utilizan los famosos”, dice la centennial. Además, cuenta que hay diversas opciones de filtros y que muchos influencers los promocionan, incluso los llegan a vender y la gente los compra. La joven aclara: “Yo sé que son sólo filtros y que no es real, pero sí es cierto que si los usas mucho, te empezás a ver así y eso puede traer problemas de autoestima”.

“Lo que generan los filtros es la sensación de haber alcanzado una forma y después cuando nos miramos al espejo no es la misma imagen fabricada en nuestro cerebro, entonces en muchos casos hay frustración porque se rompe la ilusión”, asegura la psicóloga. La licenciada Barovero aclara que no todas las personas que se realizan cirugías estéticas tienen la predisposición genética para desarrollar un TDC. Luciana cuenta que no se arrepiente de su cirugía y que no siente la necesidad de realizarse una nueva por ahora. 

A pesar de que no todas las personas que eligen realizarse una cirugía estética tienen una dismorfia, los ideales de belleza interfieren en sus decisiones. El concepto de belleza, históricamente, conformó estereotipos. Y si bien es muy difícil desarticularlos, es posible visibilizar y “poner de moda” cuerpos no hegemónicos para empezar a deconstruir “los ideales” poco a poco.

Algunas influencers se dedican a compartir contenido sin filtro. Por ejemplo, Dadatina -la cosmetóloga furor en Instagram- promueve el hashtag #PielesReales que consiste en subir fotos sin la utilización de efectos que distorsionen los rostros y, así, mostrar un aspecto más “natural”. Bajo este mismo hashtag, publica fotografías sin filtro y en primerísimos planos de estrellas de Hollywood, donde, aunque se las ve espléndidas, podemos corroborar que son humanas. Otras influencers deciden exponer las partes de su cuerpo que según ellas no pertenecen a un canon hegemónico y, de esta forma, el mundo digital empieza a mostrar más heterogeneidad.

 

Las redes sociales llegaron para ampliar los horizontes de la realidad. Depende de nosotrxs decidir qué contenido consumir, a quién seguir y cómo mostrarnos, si decidimos hacerlo. 

*Los nombres de las jóvenes fueron cambiados para preservar su identidad.

 

* Periodista. Marplatense en la capital. Fundamentalista del team verano. Nocturna y cinéfila. Fan de conocer el mundo y contar historias. @floriferreiro

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GÉNERO

Orgullo todo el año: tres historias diversas

Porque el Orgullo es mucho más que una consigna, recopilamos tres historias de vida que lo resignifican desde diferentes lugares.

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Foto de portada: Cristina Sille

Orgullo puede ser la palabra más escuchada en esta época del año. Se abren muchos debates acerca del significado de la palabra, el pecado que representa para la religión, los disturbios de Stonewall, políticas públicas, el pinkwashing de las empresas, etc. Sin embargo, hoy quiero pensar en lo cotidiano, porque cuando termina junio las personas LGBTIQ+ siguen existiendo al igual que su orgullo y las adversidades que deben enfrentar. Es por eso que aquí les comparto unas historias cortas de orgullo de tres maravillosas personas que orgullosamente pertenecen a este colectivo.

Diamante forjado sin presión

A Alan le llena de orgullo haberse adentrado a temprana edad en la movida del drag. Tenía 18 años cuando, a pocos días de haber terminado el secundario, fue a “la X” que es como se conoce a Extasis, una disco de Mar del Plata. Ahí vio a Lest Skeleton, una mostra drag preciosa, bajar por las escaleras e inmediatamente lo supo: tenía que hacer eso. 

Desde esa noche se lanzó y no paró, nunca. Al empezar a esa edad enseguida pudo trabajar en el lugar en que su idea nació. Hoy Alan participa como Drag Queen en las marchas del orgullo, abriendo y en las carrozas, además de darlo todo en producciones teatrales y cosas nuevas. Ignorando la opinión de otres y con el apoyo incondicional de su familia, quien fue el motor para que naciera Diamante.

Foto: @diamante.ok por @nicozurii

Una marica mala

“En una sociedad que nos educa para la vergüenza, el orgullo es una respuesta política” Dijo Carlos Jauregui -si no te acordas de él, podes recordarlo acá-, y me lo repite Ulises Rojas después de enviarme un extracto de su novela “Diario de una marica mala”. Se trata de un recuerdo de un post que escribió en facebook el 3 de enero de 2018 sobre como su no masculinidad en el pueblo se vuelve tosca, las lecturas sobre su cuerpo al crecer y las violencias que tuvo que vivir a causa de esta construcción de la masculinidad.

Soy marica por toda mi existencia y hasta que me muera y después de muerta también.” la identidad de Ulises comenzó a forjarse en Formosa y continuó haciéndolo en La Plata, siempre a partir de las feminidades, nunca de los varones cis heterosexuales. Se trata de una identidad que a Ulises le llena de orgullo y empodera su existencia, más allá de que aún vive el rechazo; no  solo de los sectores más conservadores de la sociedad, sino también de las terfs. Aún así, esta marica mala resiste y se puede comer el mundo.


Foto: Ulises @odiseorojo [foto de la editorial Pixel]

 

LA lesbiana

Sofi supo identificar su sexualidad en la adolescencia, salir del closet no fue un problema, lo hizo cuando tenía 15 o 16 años. Nadie la hizo sentir mal por ello. A pesar de no sufrir discriminacion alguna por parte de sus círculos más cercanos, hoy Sofi siente que en aquel entonces se había fanatizado demasiado con la cuestión LGBTIQ+ porque quería ser “la mas lesbiana”, “la más activista”. Su mundo era un arcoíris, y yo que la conocí alrededor de esa época, puedo dar crédito de ello.

Años más tarde, reflexionando más sobre lo que significa un día como este y lo que se conmemora, Sofi siente más orgullo al participar de la sociedad como una igual y llevar su sexualidad libremente, pero sin que sea esto lo que la defina. En sus palabras: “no ser LA lesbiana, digamos que está por afuera de la sociedad y su unico proposito en la vida es ser lesbiana”; hoy Sofi como adulta se define por muchas cosas más, por ejemplo, ser militante de izquierda.

 

🌈El Orgullo como bandera pero también como forma de vida, que nos atraviesa y sigue despierto después de que termina junio.

 

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GÉNERO

Hablemos de ESI: ¿cómo se aborda en el jardín?

La Educación Sexual Integral es clave para desentrañar situaciones de abuso; hablamos con docentes y especialistas.

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Por Florencia Larregina*

Los lemas “con mi hijo no te metas” y “no le hables de sexo a mi hijo” persisten con en las familias que creen que la sexualidad es solo reproductiva. Mientras tanto, entre mitos, tabúes y voces de quejas, la Ley de Educación Sexual Integral (ESI) enseña de relaciones saludables y prevención al abuso sexual infantil. 

En una salita de tres de jardín de infantes, ubicada en Palermo, Agustina Vita, maestra jardinera, llama a lxs ocho niñxs para que se sienten a iniciar la ronda de todos los días. Mientras los infantes terminan de acomodarse en el piso, la educadora les prepara una lectura diferente a las de todos los días. “De chica me encantaba este libro”, les comenta. El monstruo de los colores y Decir sí, Decir no son dos libros que narran sobre cómo tratar las emociones y lo que nos pasa, algo central entre los ejes de la ESI. “ Yo lo planteé porque tenía un chico que pegaba a sus compañeros. Con el tiempo nos dimos cuenta que era porque no podía expresarse como él quería, entonces planteé esto para fortalecerlo”, cuenta la docente.

El 26 de octubre del 2006 se promulgó la ley 26.150, que establece que todos los alumnos tienen derecho a recibir Educación Sexual Integral en los establecimientos educativos públicos, de gestión estatal y privada de las jurisdicciones nacional, provincial, de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y municipal.  

Esta enseñanza se trabaja de manera transversal a partir de juegos, canciones y cuentos. Nace de las situaciones diarias, como el género en los colores, el trato entre ellos y sus necesidades. Abarca diversos ejes como el cuidado de la salud y el cuerpo, la valoración de la afectividad, el respeto a la diversidad, a la equidad de género y el cumplimiento de sus derechos.  

La sexológa Cecilia Borghetti, de la agrupación Sexologia Actual, enfatiza que uno de los temas más importantes a tratar con los infantes es la autonomía del cuerpo. Afirma que solo cuando nos conocemos podemos saber lo que nos gusta y lo que no, para establecer límites claros. “En lo que respecta a la educación, habla de la prevención del abuso sexual en la infancia. Se logra al nombrar a los genitales por su nombre para generar consciencia de su cuerpo y al abordar los secretos, algo común a esa edad”, concluye. En el cuadernillo curricular de la ESI otorgado previamente por el gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, hay una actividad llamada “Héctor y los secretos”. Mediante la narración de dos historias, les preguntan a los chicos como creen que se sienten los protagonistas para entender que guardarse y que no.

“Yo tuve una situación de abuso. Todo surgió cuando se empezaron a pelear entre dos hermanos y yo les llamé la atención. Ante ese reto, uno de los chicos me dice: ‘yo me porto mal, pero vos te tenes que fijar lo que hace Juan’ (el nombre es ficticio). Lo que pasaba es que el hermano mayor le bajaba los pantalones para abusarlo y cuando le contaba, la mamá no le creía y decía que se calle. También salió a la luz que el abusador también había sido abusado por el vecino. Era como el gran secreto”, concluye Paola Trabone, maestra en un jardín de la provincia de Buenos Aires.

Un estudio del Ministerio Público Tutelar (MPT) de la Ciudad de Buenos Aires reveló que entre el 70 y el 80 por ciento de los niños, niñas y adolescentes de entre 12 y 14 años que pasaron por la Sala de Entrevistas Especializada del organismo pudieron comprender que fueron abusados después de tener clases con perspectivas vinculadas a la ESI.  

Desde Sexología Actual sostienen que persisten tabúes y desinformación respecto al tema debido a que vemos y vivimos la sexualidad desde una visión adulta. “Como mayores tenemos que cambiar nuestra idea de sexualidad y empezar a verla desde el desarrollo de autoestima y la identidad autopercibida”, concluyen.

Paola Trabone resalta que es de importante que los mayores dejen a les niñes ser lo que quieren ser, porque a esa edad cuando forman su identidad y autopercepción. Además, cuenta que en una clase de dramatización, Juan, un alumno, agarraba los tacos y se ponía a barrer, imitaba lo que veía en la casa. Por cuestiones administrativas, anotó lo que usaba para jugar y se lo mandó a la familia. “Cuando la madre leyó el informe, él dejó de hacer todo eso. Ella lo tomó desde el lado que el hijo iba a ser gay, entonces de alguna manera lo limitó a ser”, expresó la maestra. 

La Educación Sexual Integral en Nivel Inicial agrupa diferentes aspectos que son útiles para que niñas y niños puedan desarrollar su afectividad, sexualidad y protección del cuerpo. Sin embargo, a pesar de tener perspectiva de género, sigue siendo una educación binaria. El siguiente paso a dar es la integración de la diversidad de cuerpos, orientaciones e identidades, para que las personas trans también puedan ser representadas en las actividades y así terminar por la integración completa de toda la sociedad. 

 

* Estudiante de periodismo. Feminista. Vegetariana. Fan de Cerati y del flaco. Si tiene tiempo medita y escribe poesía. Amante de la naturaleza y de las charlas filosóficas. Fiel al buen día por las mañanas y al café. @florlarregina

 

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